Todo había empezado algunos años atrás. Sofía había compartido piso cinco largos años y la necesidad de soledad se había hecho presente. Lo que a los dieciocho había sido una fantástica aventura, a los veintitres resultaba cansino. No deseaba verse invadida por otro mundo que no fuera el suyo. Necesitaba ser ella, no la hija de Lila, la chica de Castem o la compañera de piso de Anne Marie y Agur... Quería saber lo que de verdad movía a Sofía del Valle, se había convertido en una obsesión.
Poseía algo muy importante para poder independizarse: Un pequeño círculo de amistades. Le había costado lo suyo, porque aquel Madrid noctámbulo de sus primeros tiempos le había ofrecido miles de sorpresas, risas, aventuras y conocidos, pero en su diccionario de gran ciudad no figuraba el significado de la palabra amigo. Sofía había ido a otra escuela, quizás más pequeña, pero donde ese vocablos era uno de los primeros que te enseñaban. Era una palabra cargada de valores y necesitaba cierta historia con alguien para poder afianzarse. Marchó para Madrid en busca de libertad, pluralidad, pensando que lo otro vendría con el tiempo. Compartir piso hizo menos doloroso el despertar a las oportunidades y a las soledades que arrastran en su mecánica las grandes urbes. Pero los ciclos tienden a completarse y su metamorfosis había llegado a su fin. En unos meses podría costear ella sola el piso y se evitaría los malos rollos. Puso un anuncio en el Segunda Mano. Quedó más o menos de esta forma
CENTRO.- Chica compartiría ático con chica.
Gran terraza, habitación independiente.
Gas natural, teléfono. Exterior.
Muy luminoso. Interesadas llamar
al 91-443.25.37. Preguntar por Sofía.
Le agotaba volver a someterse a aquel proceso de adaptación de nuevo. Era una pena que Anne Marie no le durara unos meses más. Odiaba las despedidas, pero poco a poco había empezado a aborrecer también los “holas”. Cada saludo suponía un esfuerzo suplementario en su vida. Enseñar a alguien donde estaban las cosas, adaptarte a nuevas reglas, porque con cada persona se funcionaba de forma distinta. Solo le consolaba el pensar que ya le quedaba pòco. Pero pocas veces Sofía controlaba al destino.
Empezó el proceso de selección. y se quedó con una americana que atravesó el océano pensando que el viejo continente equivalía a París y alrrededores. Su curiosidad le salvó. Viajo a Londres, Amsterdam, Berlín, Roma... Alucinó con los contrastes de una Europa que no solo hablaba francés. En un año se hartó de los altivos parisinos y fue a dar con sus huesos en Madrid. Ciudad quizás no tan tan bella, pero con unas gentes que respiraban alegría, que buscaban su lugarcito en el mundo y se habían disparado hacia el futuro. La fiebre por hablar inglés se extendía como una plaga y Amelia era una buena profesora, y nativa, con lo cual encontró fácil su espacio en una ciudad que tendía a la pluralidad por la vía de la aceptación e incluso la exaltación de lo diferente. Ser extranjera, aunque pueda parecer absurdo, le había abierto muchas puertas, tanto que un viaje que había planeado por dos años a lo sumo se le convirtió cuatro.
Pasó el año, y dos y tres e incluso cuatro, y si Amelia no hubiera decidido a marchar, nunca la hubiera pedido que lo hiciera. Y es que con ella conoció personas, ambientes, formas de entender la vida que nunca pensó que existieran. Cuatro años en un lugar es mucho tiempo, y a su compañera le invadió el pánico de convertirse en hija de nadie, así que egresó a Boston, en búsqueda de su asentamiento definitivo., aún sabiendo que llevaba el sello de Madrid impreso en su alma, y Sofía, a su idea de vivir sola, y tener tiempo para escribir. Y al empezar a volcarse en tinta se dió cuenta que, sin moverse de su ciudad, había incorporado a su vocabulario nuevas palabras, pero sobre todo, nuevos sueños, al haber sido tocada por aquel extraño mestizaje que te da el cruzar vidas con otras formas de latir.
Amelia_ Susana Monís
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